Los niños de Ciudad Bolívar que salvan árboles y quebradas
En el barrio Arborizadora Alta, un proyecto educativo los convirtió en defensores del medioambiente.
Por:
EL TIEMPO |
Foto: Carlos Ortega / EL TIEMPO
“Son brujos o algún tipo de magia hacen”, le
cuenta un niño a otro mientras los ven entrar al domo. No puede haber
otra explicación para que se reúnan a tomar agua de una misma totuma y
ubiquen plantas en medio del salón de clases. Hablan de la kankurúa, de
la lata-lata, de la madre tierra, de los koguis y hasta de una quebrada
en el barrio que los más viejos de la comunidad juraban no existía.
En el interior del domo cuelgan del techo más
de 40 esferas formadas por hexágonos de papel, cartón, plástico y hasta
de envolturas de bombones. Son figuras a pequeña escala en la habitación
donde se reúne la kankurúa, que significa centro de pensamiento.
“Es la manera como vemos nuestra vida. Cada
uno plasmó ahí lo que sentía, y nos inspiramos en las ideas de los
indígenas”, cuenta Ana Oliveros, una de las supuestas magas, que está en
noveno grado.
Los secretos de pócimas y rezos paranormales,
que algunos por los corredores del colegio suponen, no son más que
juegos para aprender de las antiguas culturas indígenas y valorar la
naturaleza de su entorno. Lata-lata, por ejemplo, es el principio
indígena de igualdad de la comunidad kogui que significa ‘el uno con el
otro’.
Así se quiso llamar este grupo ambiental y
cultural del colegio Arborizadora Alta, de la localidad de Ciudad
Bolívar, porque cuando están juntos, cuando comparten sus sentimientos,
cuando se ingenian proyectos, se sienten entre iguales. Hoy, ellos son
los principales defensores del medioambiente de su entorno, amenazado
por la minería y la contaminación, y sus acciones hacen parte de las más
de 3.000 iniciativas ciudadanas de transformación de realidades
(Incitar), que hoy apoya la Secretaría de Educación.
La kankurúa, un domo geodésico de madera de
color rojo ubicado cerca de las canchas del colegio, fue el primer
invento. La profesora de matemáticas, Cielo Ibáñez, hoy jubilada, y el
docente de artes Fernando Cuervo quisieron darles a los niños un espacio
diferente para las actividades artísticas y comenzaron con recursos
propios a crear el domo en el 2006.
Luego aplicaron a una convocatoria de Idartes y
consiguieron 40 millones para construirlo formalmente. Lo armaron y
pintaron con los mismos estudiantes durante cinco meses y desde el 2009
es el centro de sus actividades.
Fue allí donde empezaron a llevar a
comunidades indígenas al colegio, para que los alumnos conocieran otras
formas de entender los recursos naturales y a sí mismos.
“Al principio creíamos que hablarles a los
chicos de lo sagrado era muy complejo. Pero luego entendimos que es bien
simple. Que si hacemos simbología, llevando plantas al salón de clase,
para explicarles por qué los indígenas adoraban la trama de la vida, no
es tan difícil”, explica Cuervo, quien lleva 15 años en la institución.
Estos magos no solo permanecen en el domo. A
cinco minutos a pie del colegio no se advierte el tesoro que encontraron
hace un par de meses. Bajan despacio entre las basuras, los restos de
construcciones y el lodo hasta un punto de agua de no más de medio metro
de ancho. Es la quebrada la Trompetica.
“Los vecinos no tenían ni idea de que estaba
acá, debajo del pasto, pero fuimos a los mapas y vimos que tiene forma
de una pequeña trompeta”, cuenta Érika Fierro, integrante del grupo.
Durante los últimos meses han estado tomando
fotografías de este tesoro inadvertido. Con una exposición gráfica sin
precedentes en la historia de Arborizadora Alta le dieron a conocer a la
gente su trabajo: se tomaron al ‘esqueleto’ y lo vistieron con las
fotos de la quebrada.
No fue un acto espiritista que les pudieran
reprochar: en el barrio llaman ‘esqueleto’ a las bases de construcción
de un hospital que hace décadas les prometieron a los habitantes, pero
que fueron abandonadas y hoy no tienen ningún uso para la comunidad.
“Nos tomamos el esqueleto para utilizar un
espacio con el que no se hace mucho en el barrio. Normalmente, las
intervenciones artísticas no llegan hasta la periferia y por eso
quisimos irrumpir con las fotografías de los mismos niños”, relata
Cuervo.
Con estas fotos, impresas en gran formato,
construyeron las paredes de un domo móvil, al que le pusieron de nombre
Ata, que significa “agua lo primero”, con la intención de ubicarlo en
distintos lugares de la comunidad y que las personas aprendan de su
territorio.
Ahora, estos ‘brujos’, defensores del
territorio y la vida, quieren enseñarles a sus vecinos la magia de
salvar el agua y los árboles.
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