Excelentísimo y
Magnífico señor Rector
Ilustrísimas
autoridades
Señores miembros
de la Comunidad Universitaria
Señoras y
señores
Queridos amigos
Me siento muy agradecido a la Universidad de
Granada por honrarme concediéndome
este doctorado honoris causa, y, muy especialmente, a mi querido amigo D. Blas
Gil Extremera, quien, creo, ha sido el instigador principal de esta conspiración
fraterna de la que soy beneficiario. Sé muy bien que ser incorporado, de manera
simbólica, al claustro de profesores de esta institución es tanto un reconocimiento
como un mandato de rigor y honestidad. Ni qué decir qué haré cuanto esté a mi
alcance para no defraudarlos. A lo largo de la historia, la noción de
cultura ha tenido distintos significados y matices. Durante
muchos siglos fue un concepto inseparable de la religión y del conocimiento
teológico, en Grecia estuvo marcado por la filosofía y en Roma por el Derecho, en
tanto que en el Renacimiento lo impregnaban sobre todo la literatura y las artes. En épocas
más recientes como la Ilustración fueron la ciencia y los grandes descubrimientos
científicos los que dieron el sesgo principal a la idea de cultura. Pero, a pesar de esas
variantes y hasta nuestra época, cultura siempre significó una suma de factores y
disciplinas que, según un amplio consenso social, la constituían y ella implicaba: la
reivindicación de un patrimonio de ideas, valores y obras de arte, de unos conocimientos
históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución y el fomento de la
exploración de nuevas formas artísticas y literarias y de la investigación en todos los
campos del saber. La cultura estableció siempre unos rangos
sociales entre quienes la cultivaban, la enriquecían con
aportes diversos, la hacían progresar y quienes se desentendían de ella, la despreciaban
o ignoraban, o eran excluidas de ella por razones sociales y económicas. En todas las
épocas históricas, hasta la nuestra, en una sociedad había personas cultas e incultas, y,
entre ambos extremos, personas más o menos cultas o más o menos incultas, y esta
clasificación resultaba bastante clara para el mundo entero porque para todos regía un mismo
sistema de valores, criterios culturales y maneras de pensar, juzgar y comportarse. En nuestro tiempo todo aquello ha cambiado. La
noción de cultura se extendió tanto que,
aunque nadie se atrevería a reconocerlo de manera explícita, se ha esfumado. Se volvió un
fantasma inaprensible, multitudinario y traslativo. Porque ya nadie es culto si todos creen
serlo o si el contenido de lo que llamamos cultura ha sido depravado de tal modo que
todos puedan justificadamente creer que lo son. La más remota señal de este proceso de
progresivo empastelamiento y confusión de lo que
representa una cultura la dieron los antropólogos, inspirados, con la mejor buena fe del
mundo, en una voluntad de respeto y comprensión de las sociedades más primitivas que
estudiaban. Ellos establecieron que cultura era la suma de creencias, conocimientos,
lenguajes, costumbres, atuendos, usos, sistemas de parentesco y, en resumen, todo
aquello que un pueblo dice, hace, teme o adora. Esta definición no se limitaba a
establecer un método para explorar la especificidad de un conglomerado humano en
relación con los demás. Quería también, de entrada, abjurar del etnocentrismo
prejuicioso y racista del que Occidente nunca se ha cansado de acusarse. El propósito no
podía ser más generoso, pero, ya sabemos, por el famoso dicho, que el infierno está
empedrado de buenas intenciones. Porque una cosa es creer que todas las culturas merecen
consideración ya que, sin duda, en todas hay aportes positivos a la civilización
humana, y otra, muy distinta, creer que todas ellas, por el mero hecho de existir, se
equivalen. Y es esto último lo que asombrosamente ha llegado a ocurrir en razón de un
prejuicio monumental suscitado por el deseo bienhechor de abolir de una vez y para
siempre todos los prejuicios en materia de cultura. La corrección política ha terminado por
convencernos de que es arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista hablar de
culturas superiores e inferiores y hasta de culturas modernas y primitivas. Según esta
arcangélica concepción, todas las culturas, a su modo y en su circunstancia, son iguales,
expresiones equivalentes de la maravillosa diversidad humana. Si etnólogos y antropólogos establecieron esta
igualación horizontal de las culturas,
diluyendo hasta la invisibilidad la acepción clásica del vocablo, los
sociólogos por su parte –o,
mejor dicho, los sociólogos empeñados en hacer crítica literaria- han llevado a cabo
una revolución semántica parecida, incorporando a la idea de cultura, como parte
integral de ella, a la incultura, disfrazada con el nombre de cultura popular, una forma de
cultura menos refinada, artificiosa y pretenciosa que la otra, pero mucho más libre,
genuina, crítica, representativa y audaz. Diré inmediatamente que en este proceso de
socavamiento de la idea tradicional de cultura han surgido libros tan sugestivos y
brillantes como el que MijailBajtín dedicó a “La cultura popular en la Edad Media y el
Renacimiento. El contexto de François Rabelais” en el que contrasta, con sutiles
razonamientos y sabrosos ejemplos, lo que llama “cultura popular”, que, según el crítico
ruso, es una suerte de contrapunto a la cultura oficial y aristocrática, la que se conserva
y brota en los salones, palacios, conventos y bibliotecas, en tanto que la popular nace y
vive en la calle, la taberna, la fiesta, el carnaval y en la que aquella es satirizada con
réplicas que, por ejemplo, desnudan y exageran lo que la cultura oficial oculta y censura
como el “abajo humano”, es decir, el sexo, las funciones excrementales,
la grosería y oponen el rijoso “mal gusto” al supuesto “buen gusto” de las clases
dominantes. No hay que confundir la clasificación hecha por
Bajtín y otros críticos literarios de estirpe
sociológica –cultura oficial y cultura popular- con aquella división que desde hace mucho
existe en el mundo anglosajón, entre la “highbrow culture” y la “low brow culture”:
la cultura de la ceja levantada y la de la ceja alicaída. Pues en este último caso estamos
siempre dentro de la acepción clásica de la cultura y lo que distingue a una de otra es el
grado de facilidad o dificultad que ofrece al lector, oyente, espectador y simple cultor el
hecho cultural. Un poeta como T. S. Eliot y un novelista como James Joyce pertenecen
a la cultura de la ceja levantada en tanto que los cuentos y novelas de Ernest Heminway o
los poemas de Walt Whitman a la de la ceja alicaída pues resultan accesibles a los
lectores comunes y corrientes. En ambos casos estamos siempre dentro del dominio de
la literatura a secas, sin adjetivos. Bajtín y sus seguidores (conscientes o inconscientes)
hicieron algo mucho más radical: abolieron las fronteras entre cultura e incultura y
dieron a lo inculto una dignidad relevante, asegurando que lo que podía haber en este
discriminado ámbito de impericia, chabacanería y dejadez estaba compensado
largamente por su vitalidad, humorismo, y la manera desenfadada y auténtica con
que representaba las experiencias humanas más compartidas. De este modo han ido desapareciendo de nuestro
vocabulario, ahuyentados por el miedo a
incurrir en la incorrección política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura,
a los seres cultos de los incultos. Hoy ya nadie es inculto o, mejor dicho,
todos somos cultos. Basta abrir un periódico o una revista para encontrar, en los artículos
de comentaristas y gacetilleros, innumerables referencias a la miríada de manifestaciones
de esa cultura universal de la que somos todos poseedores, como por ejemplo “la
cultura de la pedofilia”, “la cultura de la marihuana”, “la cultura punqui”, “la cultura de
la estética nazi” y cosas por el estilo. Ahora todos somos cultos de alguna manera, aunque
no hayamos leído nunca un libro, ni visitado una exposición de pintura, escuchado un
concierto, ni aprendido algunas nociones básicas de los conocimientos humanísticos,
científicos y tecnológicos del mundo en que vivimos. Queríamos acabar con las élites, que nos
repugnaban moralmente por el retintín privilegiado,
despectivo y discriminatorio con que su solo nombre resonaba ante nuestros ideales
igualitaristas y, a lo largo del tiempo, desde distintas trincheras, fuimos impugnando y
deshaciendo a ese cuerpo exclusivo de pedantes que se creían superiores y se jactaban de
monopolizar el saber, los valores morales, la elegancia espiritual y el buen gusto. Pero
lo que hemos conseguido es una victoria pírrica, un remedio que resultó peor que
la enfermedad: vivir en la confusión de un mundo en el que, paradójicamente,
como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es. Sin embargo, se me objetará, nunca en la
historia ha habido un cúmulo tan grande de
descubrimientos científicos, realizaciones tecnológicas, ni se han editado tantos libros,
abierto tantos museos ni pagado precios tan vertiginosos por las obras de artistas
antiguos y modernos. ¿Cómo se puede hablar de un mundo sin cultura en una época en que las
naves espaciales construidas por el hombre han llegado a las estrellas y el porcentaje de
analfabetos es el más bajo de todo el acontecer humano? Sí, todo ese progreso es
cierto, pero no es obra de mujeres y hombres cultos sino de especialistas. Y entre la cultura
y la especialización hay tanta distancia como entre el hombre de CroMagnon y
los sibaritas neurasténicos de Marcel Proust. De otro lado, aunque haya hoy muchos más
alfabetizados que en el pasado, este es un asunto cuantitativo y la cultura no tiene mucho
que ver con la cantidad, sólo con la cualidad. Es decir, hablamos de cosas distintas.
A la extraordinaria especialización a que han llegado las ciencias se debe, sin la
menor duda, que hayamos conseguido reunir en el mundo de hoy un arsenal de armas de
destrucción masiva con el que podríamos desaparecer varias veces el planeta en que
vivimos y contaminar de muerte los espacios adyacentes. Se trata de una hazaña
científica y tecnológica, sin lugar a dudas y, al mismo tiempo, una
manifestación flagrante de
barbarie, es decir, un hecho eminentemente anticultural si la cultura es, como creía T. S.
Eliot, “todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido”. La cultura es –o era, cuando existía- un
denominador común, algo que mantenía viva la
comunicación entre gentes muy diversas a las que el avance de los conocimientos
obligaba a especializarse, es decir, a irse distanciando e incomunicando entre sí. Era,
así mismo, una brújula, una guía que permitía a los seres humanos orientarse en la
espesa maraña de los conocimientos sin perder la dirección y teniendo más o menos
claro, en su incesante trayectoria, las prelaciones, lo que es importante de lo que no lo es,
el camino principal y las desviaciones inútiles. Nadie puede saber todo de todo –ni
antes ni ahora aquello fue posible-, pero al hombre culto la cultura le servía por lo menos
para establecer jerarquías y preferencias en el campo del saber y de los valores
estéticos. En la era de la especialización y el derrumbe de la cultura las jerarquías han
desaparecido en una amorfa mezcolanza en la que, según el embrollo que iguala a las
innumerables formas de vida bautizadas como culturas, todas las ciencias y las técnicas se
justifican y equivalen, y no hay modo alguno de discernir con un mínimo de objetividad
qué es bello en el arte y qué no lo es. Incluso hablar de este modo resulta ya obsoleto pues
la noción misma de belleza está tan desacreditada como la clásica idea de cultura. El especialista ve y va lejos en su dominio
particular pero no sabe lo que ocurre a sus costados y
no se distrae en averiguar los estropicios que podría causar con sus logros en otros
ámbitos de la existencia, ajenos al suyo. Ese ser unidimensional, como lo llamó
Marcuse, puede ser, a la vez, un gran especialista y un inculto porque sus conocimientos,
en vez de conectarlo con los demás, lo aíslan en una especialidad que es apenas una
diminuta celda del vasto dominio del saber. La especialización, que existió desde los
albores de la civilización, fue aumentando con el avance de los conocimientos, y
lo que mantenía la comunicación social, esos denominadores comunes que son los
pegamentos de la urdimbre social, eran las élites, las minorías cultas, que además de tender
puentes e intercambios entre las diferentes provincias del saber –las ciencias, las
letras, las artes y las técnicas- ejercían una influencia, religiosa o laica,
pero siempre cargada
de contenido moral, de modo que aquel progreso intelectual y artístico no se apartara
demasiado de una cierta finalidad humana, es decir que, a la vez que garantizara
mejores oportunidades y condiciones materiales de vida, significara un enriquecimiento
moral para la sociedad, con la disminución de la violencia, de la injusticia, la
explotación, el hambre, la enfermedad y la ignorancia. En su célebre ensayo, “Notas para la
definición de la cultura”, T. S. Eliot sostuvo que no
debe identificarse a ésta con el conocimiento –parecía estar hablando para nuestra
época más que para la suya porque hace medio siglo el problema no tenía la gravedad que
ahora- porque cultura es algo que antecede y sostiene al conocimiento, una actitud
espiritual y una cierta sensibilidad que lo orienta y le imprime una funcionalidad
precisa, algo así como un designio moral. Como creyente, Eliot encontraba en
los valores de la religión cristiana aquel asidero del saber y la conducta humana que
llamaba la cultura. Pero no creo que la fe religiosa sea el único sustento posible para que
el conocimiento no se vuelva errático y autodestructivo como el que multiplica los
polvorines atómicos o contamina de venenos el aire, el suelo y las aguas que nos permiten
vivir. Una moral y una filosofía laicas cumplieron, desde los siglos dieciocho y
diecinueve, esta función para un amplio sector del mundo occidental. Aunque, es
cierto que, para un número tanto o más grande de los seres humanos, resulta evidente que la
trascendencia es una necesidad o urgencia vital de la que no pueden desprenderse sin
caer en la anomia o la desesperación. Jerarquías en el amplio espectro de los
saberes que forman el conocimiento, una moral todo lo
comprensiva que requiere la libertad y que permita expresarse a la gran diversidad de lo
humano pero firme en su rechazo de todo lo que envilece y degrada la noción básica de
humanidad y amenaza la supervivencia de la especie, una élite conformada no
por la razón de nacimiento ni el poder económico o político sino por el esfuerzo, el
talento y la obra realizada y con autoridad moral para establecer, no de manera rígida
sino flexible y renovable, un orden de prelación e importancia de los valores tanto en
el espacio propio de las artes como en las ciencias y técnicas: eso fue la cultura en las
circunstancias y sociedades más cultas que ha conocido la historia y lo que debería
volver a ser si no queremos progresar sin rumbo, a ciegas, como autómatas, hacia nuestra
propia desintegración. Sólo de este modo la vida iría siendo cada día más vivible para el
mayor número en pos del siempre inalcanzable anhelo de un mundo feliz. Sería equivocado atribuir en este proceso
funciones idénticas a las ciencias y a las letras y a
las artes. Precisamente por haber olvidado distinguirlas ha surgido la confusión que
prevalece en nuestro tiempo en el campo de la cultura. Las ciencias progresan, como
las técnicas, aniquilando lo viejo, anticuado y obsoleto, para ellas el pasado es un
cementerio, un mundo de cosas muertas y superadas por los nuevos descubrimientos
e invenciones. Las letras y las artes se renuevan pero no progresan, ellas no
aniquilan su pasado, construyen sobre él, se alimentan de él y a la vez lo alimentan, de
modo que a pesar de ser tan distintos y distantes un Velásquez está tan vivo como
Picasso y Cervantes sigue siendo tan actual como Borges o Faulkner. Las ideas de especialización y progreso,
inseparable de la ciencia, son írritas a las letras y a las
artes, lo que no quiere decir, desde luego, que la literatura, la pintura y la música no
cambien y evolucionen. Pero no se puede decir de ellas, como de la química y la
alquimia, que aquella abole a ésta y la supera. La obra literaria y artística que alcanza
cierto grado de excelencia no muere con el paso del tiempo: sigue viviendo y enriqueciendo
a las nuevas generaciones y evolucionando con éstas. Por eso, las letras y las artes
constituyeron hasta ahora el denominador común de la cultura, el espacio en el que era
posible la comunicación entre seres humanos pese a la diferencia de lenguas, tradiciones,
creencias y épocas, pues quienes se emocionan con Shakespeare, se ríen con Molière y se
deslumbran con Rembrandt y Mozart se acercan a y dialogan con quienes en el
tiempo que aquellos escribieron, pintaron o compusieron, los leyeron, oyeron y
admiraron. Ese espacio común, que nunca se especializó,
que ha estado siempre al alcance de todos, ha
experimentado períodos de extrema complejidad, abstracción y hermetismo, lo
que constreñía la comprensión de ciertas obras a una élite. Pero esas obras
experimentales o de vanguardia, si de veras expresaban zonas inéditas de la realidad humana
y creaban formas de belleza perdurable, terminaban siempre por educar a sus
lectores, espectadores y oyentes integrándose de este modo al espacio común de la
cultura. Ésta puede y debe ser, también, experimento, desde luego, a condición de que
las nuevas técnicas y formas que introduzca la obra así concebida amplíen el
horizonte de la experiencia de la vida, revelando sus secretos más ocultos, o exponiéndonos a
valores estéticos inéditos que revolucionan nuestra sensibilidad y nos dan una visión
más sutil y novedosa de ese abismo sin fondo que es la condición humana. La cultura puede ser experimento y reflexión,
pensamiento y sueño, pasión y poesía y una
revisión crítica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones,
teorías y creencias. Pero ella no puede apartarse de la vida real, de la vida verdadera, de la
vida vivida, que no es nunca la de los lugares comunes, la del artificio, el sofisma y la
frivolidad, sin riesgo de desintegrarse. Puedo parecer pesimista, pero mi impresión es
que, con una irresponsabilidad tan grande como nuestra irreprimible vocación por el
juego y la diversión, hemos hecho de la cultura uno de esos vistosos pero frágiles
castillos construidos sobre la arena que se deshacen al primer golpe de viento.
Granada, junio de 2009